Existe una ley no escrita por la que cuando ciertas parejas discuten, la conversación no queda resuelta sino que da paso a un tiempo indefinido en el cual la vida sigue pero ellos no se dirigen la palabra.

Ese tiempo, a veces saludable, de desconexión con la pareja, sirve, además de para no echar leña al fuego, para no tener más interacciones negativas que sumen malestar al que ya existe. Sirve también para rebajar el nivel de tensión y estar preparados para afrontar de nuevo el motivo de discusión y resolverlo si es resoluble o zanjar la discusión aunque el motivo sea irresoluble. Por ejemplo, los conflictos con la familia política muchas veces no llegan a resolverse jamás pero se puede vivir con ello.

 

El problema de esos silencios llega cuando el tiempo se dilata y ya no hablamos de una desconexión de unas horas para relajar la tensión, sino de una especie de limbo en el que no se interactúa, no se habla, no hay miradas, no hay más comentarios que los estrictamente necesarios y se espera, al menos así le ocurre a una de las partes, que aquello que siente se pase, mágicamente. Hacer una gestión emocional de esta situación cuando el nivel de tensión es bajo habitualmente es más sencillo. Se te pasa el calentón y listo. Pero cuando el nivel de tensión es alto estos tiempos de silencio solo sirven para ir calentándote más.

¿Recuerdas el chiste del gato?

Un hombre tiene un pinchazo por una carretera desierta por la noche. No lleva gato en el maletero para cambiar la rueda. ¿Qué voy a hacer ahora? Piensa. Espera pacientemente a que pase otro vehículo pero nada. No hay casas alrededor. Así que decide empezar a caminar hasta encontrar alguna vivienda y pedir un gato. Caminando va pensando:

¿Y si no encuentro ninguna casa? Bueno, alguna tengo que encontrar… Y cuando la encuentre ¿y si no me abren? Soy un desconocido en mitad de la oscuridad. Tocaré y no me abrirán. A lo mejor ya están durmiendo en la casa y se molestan conmigo por despertarles y no me abran. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer? Tendré que insistir y seguir tocando a la puerta o al timbre. ¿Pero y si eso todavía les cabrea más? ¿Y si me abren y como están enfadados por tanto tocar al timbre no me quieren prestar un gato?

Y con esas llegó al fin a un lugar donde había una casita iluminada. Tocó a la puerta y un hombre sonriente le abrió. Y nuestro caminante sin mediar otra palabra le dijo “métase el gato por donde le quepa”.

Esto, que obviamente es un chiste, encierra una gran verdad. Tener tiempo a solas con nuestros pensamientos no siempre es positivo. Y con nuestras conversaciones internas podemos incluso avivar aun más las llamas de la discusión recreándonos en nuestro dolor y en nuestra rabia.

¿Y qué ocurre además cuando hay hijos? Que viven ese silencio y no entienden nada. Les decimos a los niños cuando se enfadan en el parque: venga, ya está, haceros amiguitos de nuevo. Un abrazo y listo. ¿Pero para nosotros? No, señor, nada de eso. Nos encerramos en nuestro orgullo.

Abandonemos la absurda ley del silencio y sustituyámosla por una sana desconexión de unas horas incluso si es necesaria. No todo tiene por qué arreglarse al momento, claro que no. Muchas veces necesitamos espacios de soledad para poner todo en perspectiva. Pero no alarguemos esto porque duele, al otro, a nosotros.